El exceso de luz artificial durante el día y la noche ha tenido efectos sobre todos los seres vivos. Recordemos que a veces menos, es más.
“El espacio arquitectónico sólo cobra vida en correspondencia con la presencia humana que lo percibe”
– Tadao Ando
Desde el inicio de los tiempos, el ser humano ha trabajado e interactuado de diversas maneras con la luz, la oscuridad y las sombras, siendo el sol la expresión máxima y más antigua de las mismas. La luz, natural o artificial, es un factor indispensable en nuestra vida diaria, no solo por ser la fuente de energía más básica con la que contamos, sino por el uso que le hemos dado, revolucionando todos los campos de conocimiento: comunicaciones, medicina, entretenimiento, cultura y, sobre todo, la arquitectura.
En las disciplinas artísticas, la luz y la sombra dan forma y vida a los objetos, de ahí su importancia en la animación y en la percepción del movimiento y la profundidad. Diseñadores y artistas, desde mucho tiempo atrás, nos han proporcionado pistas interminables sobre la capacidad de las sombras; la retención de la oscuridad y la creación de contrastes a través de una ventana han sido vitales para crear ritmo, movimiento, profundidad, detalle, volumen y balance, todos ellos, factores esenciales que conforman la expresión del espacio. Por ejemplo, en el Panteón de Roma, la iluminación cenital enfatiza la curva de su cúpula por medio de un juego de luz y sombra, que simboliza la conexión de los cielos con nuestro mundo.
Hoy en día, también se diseñan edificios con grandes ventanales con la finalidad de romper el límite entre los espacios interior y exterior. Esta ausencia de muros ha disminuido la posibilidad de protegernos de la excesiva contaminación lumínica en los centros urbanos, ocasionando una pérdida importante del significado ontológico de la entrada de luz a través de una ventana.
Hace cinco años me mudé a la Ciudad de México; solía vivir en un pequeño pueblo llamado San Andrés Chiautla, ubicado a las afueras de la ciudad. Es un lugar tranquilo, donde la luz del día marca la pauta de las actividades humanas y, por las noches, la luz artificial es escasa. Al llegar a la ciudad, noté que la gente tenía un ritmo de vida muy distinto al mío; acelerado e incansable, siendo la iluminación la principal razón de este marcado contraste; al ruido proveniente del exterior parecía no importarle la hora. Por su parte, la luz de los postes irrumpía en mi habitación poco antes de la puesta del sol, alterando por completo mis periodos de descanso.
El exceso de luz artificial durante el día y la noche ha tenido efectos sobre todos los seres vivos: humanos, animales y plantas estamos regidos por un reloj interno que funciona en un ciclo de luz y oscuridad. En los seres humanos, este ciclo está ligado íntimamente a nuestra salud y bienestar; nuestro reloj biológico anticipa actividades a lo largo del día, desde despertar, dormir, comer, hasta regular nuestra temperatura y metabolismo.
Desde un inicio, la iluminación nos ha servido como una herramienta para crear atmósferas y emociones a través de la oscuridad y el contraste de las sombras. Sin embargo, hoy en día, generar un diseño de iluminación no solo consta de producir efectos estéticos y teatrales que resulten atractivos o sorprendentes, también es fundamental resolver las necesidades del habitante del espacio proporcionando bienestar y comodidad, sin olvidar los efectos que el exceso o falta de luz provocan en las personas.